Vivimos en psicosis
La violencia ha sentado sus reales en toda la sociedad, y si bien, siempre ha habido conflictos en las calles, no pasaba de aventarse un tiro y cada quien con su golpe.
Ahora, ya resulta peligroso enfrentarse a alguien ya que no se sabe con qué nos va a salir, o saca un fierro para golpearnos, o un cuchillo, una pistola e incluso un arma larga.
Y entonces, lo que comenzó por un pleito callejero normal, termina en tragedia, en la muerte de alguien que tal vez estaba defendiendo su derecho a la libre vía y circulación.
Eso me trae un recuerdo acontecido durante la pandemia en el 2020, algo que ya es muy frecuente verlo en todas partes y que aun así no deja de sorprendernos.
Carmen Serrano, en sus 25 años de edad nunca había enfrentado una situación tan intensa como la que se está viviendo en el país, tampoco había vivido un desasosiego y un miedo tan visceral como el que experimentaba día con día.
Todo comenzaba al levantarse de la cama para meterse al baño y asearse como era su costumbre, la ropa que utilizaría ese día ya estaba previamente seleccionada desde la noche anterior, era algo que había adoptado como rutina.
A partir de la llamada “cuarentena” Carmen había modificado un poco sus costumbres, en la tienda donde trabajaba como empleada, se seguía funcionando y ella debía acudir como siempre.
Ahora se levantaba más temprano, se bañaba y se preparaba algo para desayunar, ya se había acostumbrado a ingerir alimentos en la calle, justo cuando estaba por llegar a su trabajo, se detenía con el vendedor de tamales y desayunaba una “guajolota” y un atole, o caminaba un poco más y llegaba ante la señora que vendía sopes, quesadillas y gorditas, ahí consumía algo que se le antojara, incluso, con el vendedor de café, al que le pedía uno con leche mientras disfrutaba de una rica torta de jamón o de algún otro embutido.
Tampoco faltaba la torta de chilaquiles, de esas que vendían a la otra calle de su trabajo, en fin, que comida no faltaba para que ella pudiera desayunar con tranquilidad y esperar hasta la hora de la comida, en ese paréntesis, su rutina era igual, o iba a comer con los antes mencionados o simplemente se dirigía a la cocina económica que estaba a dos calles de su trabajo y ahí pedía una comida corrida, para disfrutarla junto con sus compañeras.
Ahora ya no podía hacerlo más, el miedo a contagiarse de ese maldito virus llamado covid-19, la había obligado a modificarlo todo, ahora, después de bañarse, se preparaba algo para desayunar ahí en su casa y también preparaba comida, misma que metía en los tupers para llevarla a su trabajo e ingerirla a la hora adecuada.
Una vez que se encontraba lista, bañada, arreglada y maquillada, se colocaba el cubrebocas, de los que había comprado una buena dotación desde que comenzara a utilizarlos al principiar la cuarentena, y luego salía a la calle, directo a su trabajo, llevando su bolso de mano y un bolso con la comida, la cual había envuelto con dos capas de playo.
Caminaba las tres calles hasta donde se encontraba la estación del metro, siempre al pendiente de no rozarse con nadie, de no chocar, ni siquiera un poco con alguna otra persona, los veía a todos con desconfianza, con temor, no quería ni que pasaran a su lado.
El ingreso, abordo y viaje en el metro era todo un martirio para ella, desde que comenzara la cuarentena había recargado su tarjeta y cada vez que veía que su saldo bajaba, la recargaba de manera electrónica, así evitaba el contacto con las taquilleras y las personas que se formaban para los boletos.
Esa mañana, como siempre, llegó al metro, esperó en el anden y luego abordó, extrajo de su bolsa unos pañuelos desechables y con ellos en mano se sujetó del tubo, no había mucha gente, menos de la mitad de la habitual, avanzó dos estaciones y en la tercera, subieron varias personas, entre ellas una señora de aspecto rudo, corriente y vulgar.
Como si la hubiera atraído con un imán, la señora se paró junto a Carmen y sus cuerpos se juntaron, aquello fue como si una descarga eléctrica la hubiera recorrido, Carmen se hizo a un lado viendo a la señora con reproche y con repulsión.
Avanzaron unos metros y nuevamente volvieron a juntarse, la acción fue igual, Carmen tratando de eludirla, sin dejar de verla con un gesto de verdadera molestia.
A la tercera vez que sus cuerpos se juntaron, Carmen no aguantó más y con un fuerte empellón de hombro, hizo a un lado a la señora quién de inmediato volteo a verla con un gesto de enfado:
—¿Qué le pasa, pinche vieja…? —dijo la señora
—Pos hágase a un lado casi viene encima de mí… ya van tres veces que se me acerca —le dijo Carmen, también con un tono de molestia.
—Pos si no le gusta, tome un taxi… pinche vieja mamona…
—¿No sabe que hay que evitar el contacto con las personas por lo del virus?
—Ay, sí tú… ni que te fuera a pegar la lepra… —dijo la señora con sarcasmo y ante ese comentario todos los que iban en el vagón comenzaron a verla de manera burlona.
—A lo mejor… no dudo que hasta piojos traiga… así que hágase para allá y no me toque… —le dijo Carmen verdaderamente ofendida.
—A mi no me dices piojosa… pinche chamaca sangrona —le dijo la señora al tiempo que le tiraba una cachetada con violencia, Carmen pudo eludir un poco el golpe y sin pensarlo, se lo regreso.
La cachetada de Carmen si le dio de lleno en la cara a la señora y en ese momento se trenzaron de los cabellos, se tiraban golpes y patadas tratando de hacerse el mayor daño posible.
Los viajeros del vagón no hacían nada por detenerlas, por el contrario, sonreían disfrutando del espectáculo que estaban dando, otros sacaron el celular y comenzaron a filmar aquello que subirían a sus redes para comentar el incidente, por el cual a Carmen se le conocería como “Lady No me Toquen”.
Siguieron jaloneándose y tirándose golpes hasta que el metro se detuvo, entonces se soltaron como si se hubieran puesto de acuerdo, ambas sabían que si los policías las detenían las llevarían a la delegación y seguramente perderían toda la mañana con los tramites.
Carmen tomó sus bolsas y bajó llena de dignidad, la otra señora, le lanzó una trompetilla al ver que se alejaba por el pasillo y todos comenzaron a carcajearse por la ocurrencia.
A punto de salir del metro, Carmen se acomodó el cubrebocas que traía a un lado de la cara y mientras lo hacía no dejaba de pensar:
—Ojalá y que esa vieja mugrosa no me vaya a contagiar de algo… la tuve muy cerca de mí…
¿Y tú… cuanta violencia ves en tu día a día?